Noche ha apartado el portátil de la mesa de
dibujo y trabaja con lápices un gran paisaje onírico con un punto de vista muy
alto, un amanecer en un horizonte muy lejano y diversos elementos geométricos
que proyectan largas sombras. Con un lápiz en la boca y las gafitas de leer, es
la imagen de la concentración. De pronto levanta la mirada, se fija en el
Profesor, que lee en el sillón de orejas, y dice
—
No te veo escribir.
—
Estoy leyendo.
—
Quiero decir que hace tiempo
que no te veo escribir.
—
Porque no lo hago.
—
¿Y eso por qué?
—
Cuando te pones a escribir
crees que tienes algo que contarle al mundo. Luego, con el tiempo, descubres
que es para ti mismo para quien inventas esos relatos y que no pretendes otra
cosa que introducir algo de orden en tus ideas y tus recuerdos.
—
Eso no es malo.
—
Ni bueno.
—
Los relatos construyen
nuestra identidad —dice Noche como si citase.
—
Exacto: eso es lo que me
pesa, tanta identidad.
—
¿Querrías ser otro?
—
Querría ser muchos.
—
Sé muchos: esa es la magia de la literatura.
—
Para otros quizá. Yo solo sé
escribir sobre mí mismo.
—
A mí me gusta que lo hagas.
—
Claro, porque para ti soy
otro.
—
¿Seguro?
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