Noche tiene puestos unos guantes de boxeo y
anda dándole puñetazos a un saco colgante. Entre grititos y jadeos dice
— Era yo una cría. Estaba sentada en un banco del parque, jugando
con una muñeca. En frente de mí se pararon un chico del barrio y su padre. El
chico gritaba y gritaba y no paró hasta que el padre le soltó una bofetada. El
niño se puso a llorar. El padre se lo llevó a rastras.
Al rato el chico volvió. En apenas nada pegó a otro niño, empujó y tiró al
suelo a una niña y le dio una patada a un perro.
— ¿Cómo terminó la cosa?
— Tras patear al perro se dio cuenta de que
le estaba mirando y vino hacia mí. En ese momento pensé que era un momento
buenísimo para volver a casa.
— ¿Y la moraleja?
— Pues que la violencia es como un virus.
— Me parece bien: desarrolla.
— No solo se transmite, sino que en cada
nuevo huésped crece. Aquel niño no se quedaba saciado con ninguna de sus
violencias. Quería más. Le habían hecho daño y nada le compensaba. Ese día
aprendí cómo se transmite el mal y por qué el mal tiende a crecer: es un
problema de asimetría: al no experimentar el dolor ajeno nunca sentimos que sea
equiparable a nuestro propio dolor, tan real, tan vívido. Por eso el ojo por
ojo no es suficiente y procuramos sacar dos ojos ajenos por cada uno nuestro,
por lo menos.
— El mecanismo tiene lógica. Endiablada, eso
sí.— ¿Verdad? Luego he pensado que la empatía es
un intento de compensar esa diferencia, aunque está claro que no es suficiente.
También he pensado que las células espejo podrían… ¡Eh!, Profesor, ¿a dónde vas?
Noche ha dejado de
castigar al pobre saco. El Profesor, que se dirige a la puerta del pasillo,
contesta
—
A preparar algo de cena: con tanto ejercicio me ha entrado hambre.
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