Noche viste una blusa azul sin mangas que
cuelga de dos finos tirantes y una falda color teja. Está en el sillón de
orejas, leyendo. Descalza, apoya un pie en el suelo y el otro en el asiento, lo
cual, al tener levantada la pierna, ha hecho que la falda se resbale, dejando la
mayor parte de sus piernas al aire.
Al Profesor no se le ve. Noche deja la lectura y le pregunta
—
¿Me estás mirando?
—
Sí.
—
¿Te gusto?
—
Mucho. ¿Es premeditado?
—
¿El qué?
—
Que recuerdes a Katia leyendo.
—
Me estoy informando sobre Balthus.
¿Te gusta?
—
Por supuesto: si lo piensas, de
alguna manera, tú y yo le rendimos homenaje.
—
Yo hace mucho que dejé de ser
una adolecente.
—
Pero es que mi perversión no
llega a la de artista.
—
¿Crees que Balthus es un
pervertido?
—
No, pervertido no, perverso.
Sus cuadros hablan de alguien fascinado por la sexualidad adolecente, por la
sexualidad apenas naciente, todavía indolente. Eso puede resultar científico,
si escribes un estudio clínico, o perverso, si lo pintas.
—
Cuando he visto los primeros
cuadros no me ha llamado nada la atención. De hecho, estéticamente, no me han
dicho gran cosa. Pero al ver que los temas se repetían, que las posturas de las
chicas se multiplicaban, he empezado a entender que se trataba de una búsqueda.
—
Sigue.
—
Balthus buscaba el instante perfecto,
ese que buscaban Proust o Rothko: el tiempo desnudo, el instante más allá del
tiempo, aunque para Balthus no estuviese en la identificación de las
experiencias o en la frontera entre dos matices, sino en la sensualidad apenas entendida,
apenas entrevista y por eso perfecta.
—
Me gusta.
—
Creo que tengo por ahí un
uniforme del colegio. ¿Quieres que me lo ponga?
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