El Profesor, sentado en sillón de orejas,
lee Las especias, de Turner. Noche
entra de la calle. Cuando se desembaraza de carpeta, mochila, gorro, pañuelo y
abrigo, y aún con el arrebol en la cara, dice
— Hoy me ha parado un chico por la calle. Quería saber cómo se iba a un “monmento de bebe”.
— Hoy me ha parado un chico por la calle. Quería saber cómo se iba a un “monmento de bebe”.
—
¿?
—
Me ha costado, pero al final
he entendido que se refería a las cabezas de bebé de Antonio López, las que
puso en Atocha: “monumento de bebé”.
—
¿Tenía particular interés en
ellas?
—
No: había quedado allí.
—
Ya.
—
La cosa es que le he
acompañado hasta las esculturas y, mientras llegábamos, me ha contado que es
turco, que está de Erasmus en Bilbao, que había quedado con una amiga para irse
en un coche de alquiler a Murcia y que estudia industriales.
—
¿Y tú le has dicho…
—
Que soy de Madrid, que hago
un doctorado en bellas artes y que nunca he salido de Europa.
—
¿Lo de Europa por…?
—
Porque me lo ha preguntado.
Luego me ha dicho que tengo que ir a Turquía, y he dejado que me explicase que
Estambul está entre Europa y Asia, que es una ciudad en dos continentes.
También me ha dicho que él es de Ankara, aunque dicen Ángara.
—
Como la lana.
—
¿Perdón?
—
La lana de angora.
—
Ya.
—
Y todo eso en diez minutos.
—
Exacto. Pero no solo eso,
Profesor. En esos diez minutos me he enamorado.
—
¿?
—
No te lo voy a explicar
porque no hay nada que explicar. Pero en esos diez minutos en los que hemos
compartido nada, esos cuatro datos biográficos, me he sentido bien, me he
sentido capaz de sentarme a una mesa con ese turco y contarle mi vida y
escuchar la suya, y esa posibilidad se me ha abierto como un mundo entero, uno
en el que entre él y yo todo es posible.
—
Wow.
—
No ha sido nada, pero ha sido
bonito. ¿Sabes lo que me da pena? Que no le pregunté su nombre. Me hubiese
gustado saber su nombre.
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