B parece escuchar con atención, aunque no sabemos qué. Noche, con gesto crispado, lee las noticias en una tableta. De pronto, dice
—
¿No has soñado nunca con
hacer un gesto dramático, uno que acojone al mundo?
—
Una vez sinteticé en una
palabra la complejidad del cosmos.
—
Sí, eso está muy bien, pero
me refiero a algo más físico, más agresivo, tipo puñetazo en la mesa.
—
Entiendo. Otra vez leí de
alguien que quería “ver destruido el orden de este mundo” y pensé que yo
también.
—
Sí, pero no. Quiero decir un
gesto que sea realmente destructivo, irreversible.
—
Soy hombre de palabras. Las
navajas son para mí de la misma sustancia que unicornios y sueños.
—
Las palabras pueden doler
como cuchilladas.
—
Pero tienen que ir cargadas
de odio.
—
¿Nunca has odiado lo
suficiente?
—
Digamos que nunca he odiado
nada que me interesase lo suficiente como para gastar tiempo en la lucha.
Noche cierra la tableta y la deja sobre el
sofá. Algo no le cuadra. Durante unos segundos emite un ronquido sordo y
continuado. Por fin dice
—
Y el veneno que se queda
dentro, ¿qué haces con él?
—
Mastico hojas de sardonia.
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