—   
Profe, ¿qué tal tus
vacaciones pastoriles?
—   
Para lo ecologista que eres
me sorprende lo poco que te gusta la naturaleza.
—   
Que me preocupe mi supervivencia
futura no quiere decir que desee vivir entre cabras.
—   
Lo he disfrutado. 
—   
Desarrolla.
—   
La casa de mi amigo está en
medio de ninguna parte, lo cual ya es una sorpresa. Los sonidos son los de los
animales y los del viento. Desde la ventana del dormitorio se ve el valle que
se abre a sus pies. De noche se oyen los berridos de los ciervos…
—   
¿O de los gamos?
—   
¿Perdón?
—   
Qué si son ciervos o gamos.
—   
Joder Noche, no lo sé, bichos
que berrean.
—   
Vale.
—   
Luego te enseño las fotos.
Son alucinantes. Los cinco amaneceres han sido completamente distintos: uno fue
transparente como si el aire se hubiese congelado; en otro, un mar de nubes
cubrió el valle; en el siguiente la bruma lo inundó de misterio; el penúltimo
lo empapó de lluvia y el último me brindó un maravilloso arcoíris.
—   
Dime, ¿qué más?
—   
¿Te parece poco?
—   
Vamos, profesor, que nos
conocemos. No te habrás conformado con esa colección de postales de amaneceres.
—   
Cuando veas las fotos…
—   
Vaaamos...
—   
¿Sabes lo que más me ha
sorprendido? Pues que no haya habido ni un solo día en el que no me haya
atrevido con un camino nuevo y que no me haya llevado a algún sitio. Probé con
todos los arranques de senderos que encontré y siempre, antes o después, llegué
a algún lugar: una aldea, un molino, una tejera, la carretera, un aprisco…  
—   
No entiendo la sorpresa… ¿no
están para eso los caminos? 
 
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