—
¿Apolo o Dionisos?
—
Dionisos por vocación, pero
Apolo por constitución.
—
¿?
—
La idea de la embriaguez
dionisiaca me resulta atractiva como idea filosófica, pero lo cierto es que me
aburren las fiestas.
—
No quiero ni imaginarte de
niño.
—
Repelente.
—
Ya, pobre mío… Yo, sin
embargo, la verdad, nunca he entendido la contradicción. No creo que haya nada
más racional y que contribuya más a nuestro equilibrio que explorar el lado más
orgiástico y arrebatado de la existencia. Son dos caras de la misma moneda. No
habría misterio en la oscuridad sin la luz de la mañana. Ni podríamos hablar de
la elegancia del arte si no supiésemos de los cuerpos sudorosos.
—
Qué bonito eso… Sí, tienes
razón, todos tenemos nuestra parte apolínea y nuestra parte dionisiaca, pero
también es verdad que en la mayoría una parte puede a la otra y la acaba
asfixiando.
—
No sé. No creo que el problema
sea que lo apolíneo aplaste lo dionisiaco o al revés: el problema es que nos
reprimimos y no dejamos que nada se muestre en plenitud.
—
Tenemos miedo.
—
¿Miedo, Profesor?
—
A la resaca.
—
Hace un par de años pasaba el
verano en un pueblo. Recuerdo que en una fiesta la música y el vino me
emborracharon como nunca. La noche era cálida pero una brisa fragante soplaba
sobre el mador de la piel. Me fui de la fiesta, me metí en un bosque y acabé
bailando desnuda en un calvero a la luz de la luna. Daba vueltas como loca y
reía como loca. Sin embargo, nunca me he sentido más armoniosa y más elegante
que aquella noche.
—
La próxima vez avísame.
—
¿La próxima vez?
—
Sí, la próxima vez que hagas
eso del calvero.
— ¿Quieres un anticipo?
— Deja, deja, no vaya a ser que te enfríes.
— Deja, deja, no vaya a ser que te enfríes.
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