Noche está en el sofá mirando viejas fotos
que saca de una caja. Lleva una camiseta con un gran corazón rojo y roto
estampado en el pecho. El Profesor, en el sillón de orejas, lee.
Noche dice
—
Era muy guapa.
—
No te haces una idea.
—
¿Qué pasó?
—
Me dejó.
—
¿Por qué?
—
Conoció a otro más alto y más
joven.
—
Venga ya.
—
Quería tener hijos.
—
Venga ya.
—
Yo le producía estrés
psicológico.
—
¡Venga ya!
—
Es que no te vale nada. A ver
esto otro: estaba harta de mis lecturas de Nietzsche, de los viajes por esos
pueblos en busca de iglesias románicas, de mis cálculos de fractales, de los
cuartetos de Shostakovich…
—
¿Con cuál me tengo que
quedar? ¿O no es nada de lo que has dicho?
—
Todas son verdad. En algún
momento me dijo que se había enamorado, pero eso no es más que una forma de
hablar: nadie abandona a nadie por amor.
—
Me encanta cuando te pones
cínico.
—
No lo pretendo. Lo que quiero
decir es que para romper no nos basta atracción por lo nuevo: para dar el salto
necesitamos repulsión por lo viejo.
—
Y tú le causaste repulsión.
—
Fue sin querer, pero sí, me
temo que sí.
—
No sé si te has dado cuenta,
pero adoro a Nietzsche, las iglesias románicas, los cuartetos de Shostakovich,
no quiero tener hijos, los chicos altos y jóvenes solo me gustan para un
ratito, tus cálculos me ponen y de estrés psicológico nada de nada.
—
No te hagas ilusiones: puedo
ser irritante de muchas otras maneras. Dame tiempo.
—
Lo tengo.
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