—
Hola Profesor, ¿aún
despierto?
—
Sí, estoy develado. ¿Qué tal
la fiesta?
—
Muy divertida. Solo por ver
la pinta de la gente ya merece… Profesor, te ocurre algo.
—
No es nada.
—
Profe…
—
Al poco de irte he hablado
con mi hermana y me ha contado que Antonio ha muerto.
—
¿Quién es Antonio?
—
Mi mejor amigo de la
infancia.
—
Vaya, siento que…
—
Intentamos construir un motor
de agua.
—
Un motor de agua…
—
Teníamos catorce años. La
teoría era sencilla: por electrolisis separábamos el hidrógeno del agua. Luego
le soltábamos un chispazo al hidrógeno para que se inflamase y dirigíamos la
expansión a una turbina para convertirla en movimiento circular.
—
¿Funcionó?
—
Solo construimos la turbina.
—
¿Qué pasó?
—
Antonio enloqueció. Aun no sé
qué le ocurrió: solo sé que su cabeza dejó de funcionar y que empezó a tener
ataques epilépticos. Suspendió curso y poco a poco nos distanciamos.
—
¿Volviste a verle?
—
Sí, claro, nos veíamos por el
barrio. Siempre tenía algún proyecto en la cabeza. Una vez me dijo que sabía
dónde estaba el oro: “en los bancos, el oro está en los bancos”, y me propuso
ir a por él: “oro, tío, oro”, me decía. Luego nos vimos varias veces a lo largo
de los años: yo iba de visita y él…, bueno, él simplemente vagabundeaba por las
mismas calles de siempre. Al verme no me saludaba o me preguntaba que qué tal.
Antonio iba directamente al grano: aunque hubieran pasado años desde nuestro
último encuentro, se me acercaba mucho, como si me fuese a hacer una
confidencia, y me preguntaba: “has estudiado matemáticas, ¿verdad?”.
—
Te envidiaba.
—
En su situación era fácil
envidiar a cualquiera, pero era algo más que eso. Antonio, al no llegar nunca a
enfrentarse a la realidad, nunca olvidó nuestros sueños de críos.
—
El motor de agua…
—
No: ser sabios.
—
Wow.
—
Y robar bancos, claro.
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