—
Qué lindo gatito…
—
Sí, un encanto.
—
¿Sabes?, no puedo imaginar
qué clase de Dios ha podido diseñar un mundo como este.
—
Un sádico.
—
Pero eso no cuadra mucho con
el dios de las barbas blancas.
—
¿Y quién dice que no tiene
una doble vida? ¿O que no se le fuese la cabeza después de la Creación? ¿O que
es un farsante? ¿O que padece amnesia? ¿O que es Satán disfrazado? ¿O que…
—
Todo eso que dices es
ilógico.
—
Por supuesto, pero es que en
ningún sitio dice que el universo deba responder a ninguna lógica.
—
Como quieras, pero el dios en
el que cree la mayoría no es como ninguno de los que citas.
—
Bueno, pero la mayoría
tampoco cree en ninguno de los dioses en los que cree la mayoría.
—
¿Perdón?
—
Pues eso, que la mayoría cree
en un dios, pero son más los que no creen en un dios en concreto que los que
sí. Son más los que no creen en el dios cristiano que los que sí.
—
Ya. Es interesante… pero nos
hemos ido del tema, el dios sádico: ¿no te resulta inquietante pensar que somos
capaces de creer en un dios sádico?
—
Jenófanes dijo que si los
caballos tuviesen dioses y manos para pintarlos, los pintarían con forma de
caballo. Pesando así, es fácil entender por qué hemos imaginado dioses sádicos,
crueles, vengativos y hasta genocidas.
—
Sí, eso tiene lógica.
—
Sí.
—
Profesor…
—
Dime.
—
No entiendo: si sabemos que
no existe, ¿por qué seguimos hablando de él?
—
El lenguaje nos hace creer en
aquello de lo que podemos hablar. El hecho de que exista la palabra Dios nos
obliga a calificarlo, a discutirlo, a considerarlo como posible sujeto. Supongo
que forma parte de nuestro imaginario colectivo, como los unicornios, las
sirenas o los gnomos del bosque. Es un personaje más de la ficción que de críos
nos proporcionan sobre el mundo.
—
Pues vaya.
—
Sí.
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