En medio del salón hay un espejo de pie.
Noche se mete bajo la camiseta un almohadón y posa para el espejo como si
estuviese embarazada.
—
¿Nunca has querido tener
hijos?
—
Nunca se me ha ocurrido.
—
Me sorprende, porque son una
forma de inmortalidad, y a ti eso te va.
—
Sí, pero, inmortalidad ¿de
quién?
—
De quién va a ser, de los
padres.
—
Incluso aceptando eso sería
una inmortalidad compartida, lo cual es raro, pero ni si quiera es eso: la
inmortalidad es del gen. Los que se reproducen son los genes, no las personas.
—
Ya, el gen egoísta, lo sé,
pero es tan solo una teoría, ¿no?
—
Piensa en tus padres: ¿se han
preocupado alguna vez de tu felicidad?
—
Siempre.
—
Que va: nunca. Se han
preocupado de tu seguridad, de tu futuro, de tu éxito, de tu salud, pero nunca
de tu felicidad.
—
¿No es todo eso que has
dicho?
—
No, en absoluto: tu felicidad
puede depender de una persona estrambótica, de unos estudios mal elegidos, de
un régimen alimenticio inadecuado, incluso de una muerte prematura, y nada de
eso lo aceptarán tus padres.
—
¿Por qué no?
—
Porque puede ser bueno para
ti, pero no para la supervivencia de los genes.
—
De la especie.
—
No, de la especie no, de los
genes. Porque son los genes los que luchan, no la especie: no se trata de que
la especie se perpetúe: somos siete mil millones de seres humanos, así que no
parece que la especie esté en peligro. Los padres solo se preocupan por la
perpetuación de sus propios genes. Si la especie fuese realmente de su interés,
nos dejarían en paz, porque especie hay para rato. Lo que quieren es que haya
otros parecidos a ellos en el futuro, es decir, que sus genes se copien en la
mayor cantidad posible de seres.
—
Vamos, que mi madre no me
quiere.
—
Claro que te quiere: lo que
pasa es que lo que ella piensa que es tu bien en realidad es el bien de los genes
que compartís. Nada más.
—
No me acabas de convencer.
—
¿Se alegrará si le dices que
me he tirado encima de ti y te he echado un buen polvo?
—
Yo sí.
—
Digo tu madre.
—
No, ella no.
—
Pues eso.
—
Ahora lo pillo.
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