—
Profesor, tengo que dibujar
una alegoría de la utopía. Dale.
El Profesor se levanta, va hasta la
librería, mueve la escalera corrediza, sube unos peldaños, busca y dice
—
Tenemos las utopías de Abott,
Bellamy, Butler, Hudson, Moro, Morris, Platón… También el Walden 2 de Skinner.
Además están las distopías de Huxley, de Orwell, de Zamiátin…
—
Profesor, te preguntaba por
tu utopía.
—
…
—
¿Profesor?
—
Es difícil… Verás: muchas
generaciones dieron forma a sus utopías, las imaginaron, las explicitaron, pero
la mía no. Es verdad que creímos en una, que la musicamos y hasta la
ilustramos, pero fuimos incapaces de diseñarla. Nuestra utopía fue un verdadero
no-lugar. Era algo que se intuía tras un montón de canciones y de imágenes. Era
un mundo maravilloso, pero sin definición. Tenía rocas flotantes, claro que sí,
pero nadie se animó nunca a describir una estructura social. Era un mundo
imaginativo, artístico, algo extravagante, con un punto de ficción científica y
sexo a discreción (hablamos de una utopía), pero nunca nadie se atrevió a
esbozar un modelo ético ni mucho menos económico. Sin embargo, aquellas músicas
y aquellas imágenes eran tan potentes que era difícil no creer que respondieran
a una realidad. Desde entonces sueño con aplicar la ingeniería inversa al
cálculo de ese mundo subyacente. Es una de mis tareas pendientes.
—
Pero, Profesor, el arte
siempre es producto de su tiempo.
—
¿Y…?
—
Pues que no tiene sentido
buscar realidades alternativas cuando conoces el mundo que dio lugar a todo
aquello. Eso que buscas es la realidad que viviste. La utopía que quieres
calcular está ahí, es tu propio pasado.
—
…
—
¿Profesor?
—
Tienes razón, toda la razón.
Lo más triste es que ni nos dimos cuenta.
—
Ahora tienes un pendiente
menos.
—
Eso es verdad —contesta el
Profesor, sonriendo.
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