—
¿Sabes, Profesor? A estas
alturas ya he tenido un par de experiencias emocionantes. He aprendido, he
amado, he visto cosas que no creerías… Sin embargo, los años más dulces de mi
vida, los más luminosos, esos que siempre me hacen sonreír cuando los recuerdo,
son los que pasé con Gisela.
—
¿Tu compañera del colegio?
—
Fue un flechazo: desde que
nos conocimos nos hicimos inseparables. Nos entendíamos a la perfección, sin
palabras, aunque las palabras nos salían a borbotones. Por aquel entonces nos
gustaban las nubes y los unicornios, los rotuladores de colores brillantes y
los chicos con flequillo rebelde. Nos reíamos de todo todo el tiempo y si algo
merecía la pena es porque podíamos contárnoslo. Las palabras son de ahora pero
la sensación que recuerdo es la de descubrirme por primera vez a mí misma como
un individuo gracias a que estaba Gisela para mirarme en ella como en un
espejo. Nos gustaba creer que nos parecíamos, y que nuestras voces sonaban
iguales, cosa que favorecíamos imitándonos la una a la otra. Desde entonces no
concibo nada superior a la amistad, nada más maravilloso y deseable que esa
complicidad. Ser yo y sentirme a la vez tan identificada con otro, esa es mi
utopía.
—
Bonito.
—
Sí.
—
¿Qué pasó con Gisela?
—
Crecimos.
—
Ya.
—
…
—
Parece que las utopías
siempre se sitúan de alguna forma en el pasado.
—
Si lo piensas tiene sentido:
¿cómo construimos un mundo ideal? Amplificando lo bueno conocido y
proyectándolo hacia delante.
—
Pero eso hace de la utopía un
hecho melancólico.
—
Sí. También la utopía.
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