—
Mira, aquí está: dice Proust:
“La obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido”.
—
¿Para él o para los demás?
—
No te entiendo.
—
Que si quien recobra el
tiempo perdido es el autor o los posibles lectores.
—
Supongo que en primer lugar
él y después, de modo quizá vicario, los lectores.
—
¿Y cómo logra tal hazaña?
—
Te noto escéptico.
—
No lo niego.
—
Proust, o al menos su
personaje, tuvo una especie de revelación cuando ciertos hechos nimios, como el
de saborear la famosa magdalena, pusieron en conexión instantes muy alejados en
el tiempo. Es como si ese espejeo, esa identificación entre sensaciones separadas
por años le permitiese escapar del tiempo, encontrar el ser, y apresar, son sus
palabras, “un poco de tiempo en estado puro”.
—
Tiene sentido: al identificar
momentos distintos está deshaciéndose del cambio y del propio tiempo. ¿Y qué
queda cuando no hay cambio? El Ser.
—
Esa es la idea.
—
Ya. Lo que pasa es que si
quitamos el proceso no queda nada. Somos procesos, no hay un sustrato que nos
sostenga, no hay un Ser bajo la hojarasca mecida por el viento: somos la
hojarasca.
—
Poético te veo.
—
Sin embargo…, es verdad que
hay sensaciones como esas de las que habla Proust: hay colores, sonidos, aromas
que de pronto evocan recuerdos intensos de muchos años antes.
—
¿Por ejemplo?
—
A mí me pasa con la vainilla.
—
Con la vainilla.
—
Sí, con la vainilla: su olor
me transporta inmediata e irremediablemente a la infancia.
—
Ahora es cuando viene la
explicación científica.
—
No, hoy me voy a quedar con
la vainilla. De la pituitaria y el hipocampo te hablo otro día.
—
Vainilla… ¿querrás creer que
la estoy oliendo?
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