martes, 12 de febrero de 2019

Congelar el tiempo I

El Profesor, sentado en el sofá, toma café. Noche, encaramada en la escalera de la librería, sostiene un libro abierto y dice

    Mira, aquí está: dice Proust: “La obra de arte era el único medio de recobrar el Tiempo perdido”.
    ¿Para él o para los demás?
    No te entiendo.
    Que si quien recobra el tiempo perdido es el autor o los posibles lectores.
    Supongo que en primer lugar él y después, de modo quizá vicario, los lectores.
    ¿Y cómo logra tal hazaña?
    Te noto escéptico. 
    No lo niego.
    Proust, o al menos su personaje, tuvo una especie de revelación cuando ciertos hechos nimios, como el de saborear la famosa magdalena, pusieron en conexión instantes muy alejados en el tiempo. Es como si ese espejeo, esa identificación entre sensaciones separadas por años le permitiese escapar del tiempo, encontrar el ser, y apresar, son sus palabras, “un poco de tiempo en estado puro”.    
    Tiene sentido: al identificar momentos distintos está deshaciéndose del cambio y del propio tiempo. ¿Y qué queda cuando no hay cambio? El Ser.
    Esa es la idea.
    Ya. Lo que pasa es que si quitamos el proceso no queda nada. Somos procesos, no hay un sustrato que nos sostenga, no hay un Ser bajo la hojarasca mecida por el viento: somos la hojarasca.
    Poético te veo.
    Sin embargo…, es verdad que hay sensaciones como esas de las que habla Proust: hay colores, sonidos, aromas que de pronto evocan recuerdos intensos de muchos años antes.
    ¿Por ejemplo?
    A mí me pasa con la vainilla.
    Con la vainilla.
    Sí, con la vainilla: su olor me transporta inmediata e irremediablemente a la infancia.
    Ahora es cuando viene la explicación científica.
    No, hoy me voy a quedar con la vainilla. De la pituitaria y el hipocampo te hablo otro día.
    Vainilla… ¿querrás creer que la estoy oliendo?




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