Noche está viendo en un gran libro fotografías
del mar: tormentoso, luminoso, encrespado, en calma, solitario, en amaneceres y
crepúsculos, plagado de peces voladores, de sampanes y columnas rocosas, de barcos
mercantes…
—
De cría pensaba que, igual
que hay un mar abajo, hay un mar arriba. Así me explicaba yo que tengan el
mismo color el mar y el cielo. Y que llueva, porque me imaginaba yo que el
cielo a veces se rompe, quizá por culpa de las nubes, y deja escapar el agua de
lluvia por los desgarrones del velo que lo mantiene embalsado allí en lo alto.
—
Qué bonito.
—
Un día, hace tiempo, leí que
algunos griegos antiguos habían pensado lo mismo.
—
Quizá no haya nada que no hayan
pensado antes los griegos.
—
Al principio me hizo ilusión…
—
Pero…
—
… luego me sentí defraudada.
Cuando aprendí en el colegio que arriba no había ningún mar, que el color del
agua del mar es reflejo del color del cielo y que la lluvia proviene de las
nubes lo entendí y lo acepté sin problemas: el mar de arriba se convirtió en mi
mar, en mi leyenda privada. Por eso no me gustó saber lo de esos malditos
griegos.
—
Te hubiesen gustado.
—
¿Quiénes?
—
Los griegos.
—
…
—
Piénsalo: tenéis mucho en
común. De hecho, todo un mar.
Noche se queda pensativa hasta que, de
pronto, su cara se ilumina. Entonces se acerca hasta el Profesor, le abraza por
detrás y le dice bajito, al oído
—
¿Sabes qué?: tienes razón. Gracias.
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