El Profesor nos mira por la ventana. Noche
lee en el sofá La conquista de la
felicidad, de Russell. Deja el libro sobre la mesa y dice
—
Profesor, no eres feliz.
—
No, ni falta que me hace.
—
¿Por qué?
—
Pues porque la felicidad es
incompatible con ciertos estados mentales a los que no quiero renunciar y…
—
No, quiero decir que por qué
no eres feliz
—
¿Por qué no tengo motivos
para serlo?
—
A veces pareces tan… simple.
—
Lo soy.
—
OK. Una vez de acuerdo en el
diagnóstico, dime, ¿por qué no eres feliz?
—
Porque este puñetero mundo de
mierda no se parece en nada al que imaginé de crío.
—
¿Y qué extraordinario mundo
es ese que imaginaste de crío? ¿Las nubes eran de algodón de azúcar y los ríos
de leche condensada?
—
No: imaginaba una pradera
bañada por un sol cálido y amable. Imaginaba robots que van y vienen,
trabajando. Imaginaba gente que se pasea por una inmensa plaza y que se para
con unos y con otros para hablar. Imaginaba un mundo de conversaciones sin fin.
Me imaginaba vestido con una sábana charlando con otros humanos vestidos con
sábanas blancas de la física del átomo; de si Brecht o Stanislavski, de si
Breccia o Moebius, de por qué el romanticismo aburre y el barroco no; o de si hay
un universo o infinitos. Imaginaba un mundo de conversadores.
—
Profesor, tu soñabas con la Atenas
de Pericles.
—
Sí, pero sin esclavos y con
un curso de física superior.
—
Qué cachondo.
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