Suena Starless,
de King Crimson. El Profesor escucha con los ojos cerrados desde el sillón de
orejas. Noche, que pinta un cielo estrellado, se para de pronto y dice
—
El otro día me dio por pensar
en todas las melodías que tararearon sus autores antes de llegar a la que nos
enseñaron, en todas las melodías provisionales que existieron durante meses o apenas
segundos antes de que la melodía definitiva recibiese el visto bueno de su
creador. ¿Te imaginas cuántas variantes se han perdido tras reducirse las
posibilidades a tan sola una? Es como si en un paisaje montañoso nos quedásemos
con una sola cima para representar a todas las demás. Qué pérdida. Quizá la que
quedó, la vencedora, fuese la mejor, no lo sé, quizá no, pero, en cualquier
caso, no puedo evitar sentir como una pérdida no saber de esas alternativas, de
todos esos matices que han quedado arrasados por la melodía superviviente,
quizá la más trivial: a fin de cuentas, quién sabe por qué quedó la que quedó.
Puede que la que hubiese tocado más profundamente mi sensibilidad fuese la
penúltima versión, o la anterior, quién sabe si la primera. Cuando una melodía
nos gusta, ¿no será que adivinamos esa otra melodía que el autor rechazó por
torpeza o por ambición? A veces nos llegan registros de esas primeras
versiones, de esas primeras búsquedas, y siempre sentimos cierta aspereza en
ellas a diferencia de la cálida redondez de las versiones definitivas. Pero,
esa redondez, ¿no será la trampa en la que cayó el autor? ¿No será la facilidad
frente a la dificultad? ¿No será una concesión al éxito? Desde el otro día
siento la pobreza de las obras selectas, siento que al seleccionar estamos
despojando al mundo de su densidad.
El Profesor abre por
primera vez los ojos, se levanta, va hasta la librería y coge con cuidado de la
última balda de abajo a la derecha una gran caja de plástico gris y de aspecto
pesado. La lleva hasta la mesa del sofá y llama con un gesto a Noche, que se
sienta a su lado. La caja tiene varios
cajoncitos de escasa altura y tan anchos como la propia caja. El Profesor los va
sacando ante la mirada de Noche y los coloca sobre la mesa. Están llenos de cristales minerales, decenas y decenas
de cristales minerales, transparentes, translúcidos, opacos, algunos de un
verde intenso, otros rojos como la sangre, otros azules como el mar en medio de
la tormenta. Noche los mira sin que parezca saber dónde detener la mirada: ve yesos
trasparentes, vanadinitas naranjas, fluoritas violetas, octaedros de magnetita,
prismas de turmalina, jacintos biterminados, piritas dodecaédricas, bismutos de
tolva, maclas de aragonito, mamas de malaquita, esmeraldas, azuritas, rubíes de
brillo hipnótico, microcristales de calcedonia, geodas de amatista, drusas de cuarzo… Por fin, con gesto cansado, Noche le pide permiso al Profesor y coge con delicadeza un trozo de galena metálica y azulada que observa durante largo rato antes de quedarse dormida.
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