Noche lleva un vestido de tirantes que
cuelga de sus hombros con la naturalidad de una segunda piel. Por aquí y por allá
sutiles estampados de flores naranjas, azules, moradas, rompen la monotonía del
negro. El Profesor entra de la calle, ve a Noche y dice
—
Estás preciosa.
—
Gracias, Profesor.
—
¿Sales?
—
No.
De pronto, como si volviese de algún tipo
de estasis, el Profesor pregunta
—
¿Y ese biombo?
El biombo en cuestión es espectacular, de
seda, con los inevitables y evocadores motivos chinos. Les oculta el centro del
salón, aunque no a nosotros, que vemos un velador, una cubitera con una botella
renana y un bol con una montañita de huevas negras.
—
Es bonito, ¿verdad? —dice
Noche, mientras lo aparta con cuidado.
—
Eh, caviar, vino, ¿qué
celebramos?
—
Que nada ha cambiado desde
ayer.
—
¿No eres muy joven para decir
esas cosas?
—
Cada día me asombro de que
sigamos vivos.
—
Eso es trivial: lo hacemos
todos los días siete mil millones de seres humanos.
—
Pero no siempre los
mismos.
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