En la pantalla extradiegética se ven a
varias personas parapetadas tras sendos atriles. Una de ellas habla mientras en
una esquina aparece un recuadro con escenas de gente vestida con equipos de
protección.
—
Así que es verdad: dos
semanas más.
—
Pues sí.
—
Estás enfadada.
—
Según a quién preguntes.
—
Pues a ti te estoy
preguntando.
—
Si te contesta mi cabeza, te
dirá que lo entiende. Si es mi corazón, te dirá que no entiende que tengamos
que permanecer encerrados por culpa de todos esos que no saben salir a la calle
sin amontonarse. Si la respuesta es de mis tripas, joder, esto es una mierda,
si no saben nada, si van dando palos de ciego y mientras nos condenan al
encierro como si nuestra vida les perteneciese.
—
Es curioso, yo lo vivo al
revés.
—
¿Al revés?
—
Mis tripas hasta se emocionan
cuando escucho los aplausos de las ocho de la tarde o veo las historias de
entrega de la televisión. Mi corazón se queja de este encierro tan contrario a
su costumbre vagabunda. Pero mi cabeza no deja de preguntarse una y otra vez
qué derecho tiene nadie a confinarme. ¿Una condena preventiva? Es inadmisible.
Noche y el Profesor se quedan callados.
Pasados unos segundos, se miran, se encogen de hombros y dicen prácticamente al
unísono ¿Vino? para reírse también a la vez. El Profesor desaparece por la
puerta de la cocina para volver a entrar en escena con una botella renana
empañada de humedad y dos copas. Las deja sobre la mesa y se deja llevar por
Noche, que le coge de la mano y le lleva hasta el centro del salón, donde le
abraza y le lleva como si bailasen.
—
¿Y la distancia social?
—pregunta el Profesor.
—
¿No dices que soy un sueño?
—
Sí…
—
Los sueños no somos vectores
de contagio.
—
Ya sé lo que me dices.
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