Noche no deja de moverse. Ordena sus pinceles y rotuladores, hace malabares, salta la comba, clasifica las camisetas por temas, se estira de mil maneras imposibles, mira por la ventana mientras tabalea con los dedos el cristal invisible. El Profesor, sentado en el sofá, la mira.
Por fin dice
—
Noche, sigues enfadada.
—
He tenido un año para
alimentar mi enfado. Imagínate.
—
¿Qué puedo hacer?
Noche se da la vuelta, se pone lentamente a
cuatro patas, se acerca hasta el sofá y de pronto, de un brinco, se tira encima
del Profesor y le derriba. Con su cuerpo encima del suyo y su cara muy cerca de
la de él, dice
—
¿Un revolcón? ¿Qué tal un
revolcón para hacer las paces? ¿Eh?
—
Noche, sabes que no…
—
Así que seguimos con esas
—dice Noche mientras juega con el pelo del Profesor—. Por lo menos me habrás
traído un regalo.
—
Lo cierto es que sí.
—
Pero, ¡¿a qué esperas para
dármelo?!
—
A que se te pase el enfado.
—
Pero, ¿qué enfado? Vamos, dámelo.
Ya.
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