Cuando dejó de enumerar mis metamorfosis, el Profesor se desvaneció y nunca recuperó corporeidad alguna, ni como humano ni como lagarto ni siquiera como ectoplasma, aunque cada día la realidad me hace añorarle.
Yo cerré la casa y me largué a París porque
pude. Me pasé al mundo digital y desde entonces no he cogido ni un carboncillo
ni un pincel. Siempre me digo que lo echo de menos, que me apetece volver a
sentir la materia bajo mis dedos, pero nunca lo hago. Sin querer, mis imágenes
se parecen cada vez más a las estampas de Hokusai y mis rostros a los rostros
de los mangas.
Con B. sí que sigo teniendo contacto. Aquí,
aun sin abandonar el traje, su estar tiene algo de existencialista. Nunca me ha
dicho nada, pero sé que nunca ha aprobado lo que hice con el Profesor.
Los juguetes, los disfraces, la cabeza
frenológica, el cohete de Tintín, el casco de hoplita, los libros, los
cacharritos japoneses, el amplificador de sueños, hasta una pantalla de plasma
que descubrí encima del sofá y de la que no era en absoluto consciente, todo lo
guardé en un trastero. Cuando vi mis cosas allí amontonadas pensé en el atrezo
de una obra de teatro, triste y latente.
No, yo no era el sueño, pero a veces me siento
desvanecer.